En el Real Convento de Santa Inés donde empezamos esta útil guía, el visitante contemplara la momia de doña María Coronel, una dama que según la leyenda recogida por el Brocense, “estando el marido ausente viole tan grande tentación de la carne que determino de morir por guardar la lealtad matrimonial, y metiose un tizón ardiendo por su natura, de que vino a morir”.
Mientras el visitante decide si la ardiente y resoluta dama fue mártir de la castidad o una suicida, admire la iglesia gótico-mudejar, muy reformada en el siglo XVII y el modesto órgano que inspiro al sevillano Bécquer, su modesta obra “Maese Pérez, el organista”.
En el monasterio de Santa Paula, manos virginales de monjitas que fabrican una estupenda mermelada de azahar, el viajero se extasiará ante la bellísima fachada gótico-mudejar-renacentista, hoy en un jardín con naranjos y gatos mimosos. Son admirables los retablos de la iglesia y las menudencias artísticas de su museo.
En la calle de San Luis es preceptivo visitar la iglesia homónima, quizá la cúspide del barroco sevillano: planta central, espectacular cúpula; retrato de san Luis por Zurbarán; profusión de tribunas, altares, rejería de forja, celosías y huesos de mártires.
La Giralda
El imperio almohade, que abarco desde el Sahara a la Mancha, se justifica ante la historia por haber construido esta torre prodigiosa que tiene otras dos hermanas, más feíllas, la Qutubia de Marraquech y la torre Hassan, en Rabat. Su primer cuerpo, de ladrillo, con dos características franjas verticales que la estilizan, data de 1198; el segundo añadido renacentista para alojar las campanas, se terminó en 1568. La monumental veleta del remate es la Giralda propiamente dicha, una giganta de bronce de cuatro metros de altura que sostiene un lábaro y el cabildo catedralicio insiste en que representa la Fe, pero no hay más que catarle las buenas hechuras, las potentes caderas, el prominente trasero y los pechos valentones para advertir que es una estatua pagana de Atenea, la virgen de la guerra.
La bola sobre la que se asienta es, según la tradición, una panzuda tinaja de hierro que cada año se llenaba de aceite para gaje de los sobrealimentados canónigos de la catedral. A la torre se accede por la puerta del patio de los naranjos, después de esquivar a las greñudas morenas de verde luna, zapatillas de paño mandiles floreados, grandes medallas sobre los pechos opulentos y algún que otro diente de oro, que intentaran regalarle un clavel.
Desde la angélica altura se disfruta de una panorámica de la inabarcable Sevilla. Mientras recobra el rehuello demórese en contemplar múltiples espadañas, las brillantes cúpulas, los alados campanarios, las soleadas terrazas, los cerrados jardines y, al pie mismo de la torre, el bosque de los pináculos de la catedral y la geometría de los naranjos en el patio de la antigua mezquita.
Es un edificio vivo sobre el que se han acumulado muchas arquitecturas desde el siglo IX, cuando la ciudad era capital de un reino de taifas. Los almorávides y los almohades lo remodelaron y acrecentaron en el siglo XII, los cristianos hicieron lo propio en el siglo XIII y especialmente en el siglo XIV, cuando Pedro el Cruel quiso construir en él una Alhambra castellana con ayuda de arquitectos y artesanos granadinos.
Penetramos en el Alcázar por la Puerta del León, bajo el rugidor azulejo. Al otro lado del Patio de la Montería, carcomidos muros tapizados de hiedra, aparece ante nuestros ojos la verdadera fachada del palacio, construida en 1364. Detrás de tanta monumentalidad sorprende, como en la Alhambra, la mezquindad del pasillo y revellín morisco que nos traslada al Patio de las Doncellas, belleza menuda de azulejos medievales; al Salón de embajadores, cubierto de esplendida cúpula; y al Patio de las Muñecas, transición entre palacio y casa burguesa acomodada de la época romántica.
Hay un quiosco central en el que vela sus misterios un pequeño laberinto sobre azulejo.
Museo de Bellas Artes de Sevilla
Se trata de la segunda pinacoteca de España, después del Museo del Prado, y no tiene más defecto que la reiteración en pintura religiosa con casi ausencia de la profana. Ello se debe a que, en el fondo, este museo es producto de la desamortización de 1835 que arrebato a la Iglesia sus bienes terrenales quizá excesivos (tras una acumulación de varios siglos de donaciones y prebendas). El propio edificio era convento de la Orden de la Merced y buena parte de los cuadros del museo proceden de otros conventos y casas religiosas desamortizados entonces.
El viajero que piense que en la variedad está el gusto quizá se sienta, en un determinado momento, algo saturado de monjes zurbanescos, de inmaculadas murillescas, de santos torturados y de jesuses crucificados. A pesar de lo cual el museo bien merece una visita porque atesora obras maestras del Greco, Pacheco, Velázquez, Murillo, Valdés Leal y Alonso Cano, entre otros. La iglesia del antiguo convento recrea el ciclo iconográfico de la escuela sevillana: desde una primera generación representada por Pacheco hasta la renovación naturalista, pasando por el manierismo y Juan de Roelas.
Barrio de Santa Cruz
El paseante que desee callejear a placer, con reposo y paz, por el barrio de Santa Cruz salga del Alcázar por el llamado Patio de Banderas y atraviese el pasaje de la Judería, cubierto y acodado, con salida a la calle Vida, que a su vez conecta con el callejón del Agua.
El visitante debe atemperar el paso por este barrio expresamente remodelado para el turista, recreándose en sus umbrías silenciosas, asomándose a las cancelas para ver los patios con azulejos, macetas, arriates y flores. Puede transitar por la calle de la Pimienta y tomarse un jerez con aceitunas gordales en la Hostería del Laurel, donde don Juan Tenorio inventariaba sus conquistas, o entrar a echar un vistazo en el antiguo Hospital de los Venerables, sede de exposiciones y eventos culturales. Luego lléguese a la plaza de Doña Elvira, equilibrio entre lo decorativo y lo funcional, espacio íntimo para el tópico maridaje de azulejo, cal y naranjos, postalita de color obligada en las canciones andaluzas de hace cincuenta años.
Aquí puede almorzar en algún restaurante típico como un turista más de shorts y bronceado de cangrejo. No tenga reparo en internarse por la calleja del Ataúd. Al fondo en una plazoleta que da al pasaje del Agua, está la casa de Susana. La Susona, fue una judía famosa por su belleza que traiciono a su padre, el millonario Suson, por el amor de un cristiano al que revelo los detalles de una conspiración para asesinar a los inquisidores.
La Basílica de la Macarena, residencia de la más famosa Virgen sevillana, la que empata a belleza con la Esperanza de Triana, es un templo neobarroco cuya construcción se remonta a 1949. Es también el precioso estuche que atesora el fabuloso ajuar de la Virgen, sus mantos, sus oros, sus platas, sus piedras preciosas, sus condecoraciones, sus palios de plata, sus candelabros rebujados y sus ornamentos.
Si se estudiara debidamente este tesoro, que crece cada año, tendríamos que añadir a la historia del arte no diré yo que un capitulo, pero al menos un pie de página que hablara del estilo macareno o cobradero sevillano, espectacular y suntuoso, recargado e hiperbólico. El arco triunfal de la fachada del edificio, articula, con la vecina Puerta de la Macarena de la antigua muralla almohade, un escenario propicio para añadir brillo a la apoteosis de la Macarena, cuando se manifiesta a la exaltada muchedumbre de sus adoradores en la madrugá del Viernes Santo, en el inicio de su paseíllo triunfal por las calles de Sevilla.
El viajero adquiere una medalla devocional en la surtida tienda del santuario y se despeja de la prolongada exposición al tufo de ceras e inciensos con un paseo por la muralla almohade y por los jardines del hospital de las Cinco Llagas, actualmente Parlamento de Andalucía, donde los padres de la patria debaten sobre el procomún entre las mejores obras de Asensio de Maeda, Hernán Ruiz I, Juan Bautista Vázquez y otros grandes arquitectos, escultores y pintores.
Triana no es un barrio de Sevilla. Triana es otra ciudad y otro mundo. Aquí reside lo auténtico de los alfares, del flamenco, de los toreros, de los carpinteros de ribera, de los menestrales, del baile autentico, del pescaito frito y del desgarro popular en corrales de vecinos, muros de cal, arriates de jazmín, dompedro y dama de noche, latas de geranios, de fiestas vecinales, la velá de Julio que es su feria propia y algarabía de comadres en el lavadero.
El visitante se dio un garbeo por el bullicioso y bien trazado mercado que tiene debajo el parque arqueológico de los restos del antiguo castillo de San Jorge, después prisión y sede de la Inquisición sevillana. Tras deambular por la calle Alfarería curioseó en las tiendas de cerámica y saboreo una tapita de cazón en adobo en una tasca de la calle San Jacinto antes de admirar sin prisas el retablo plateresco de la iglesia de Santa Ana, la catedral de Triana.